¡Despierta, Nieves, que estás en las nubes!
Y ahora, más que nunca.
La vista desde la ventana es hermosa. Nubes, infinidad de nubes que, esponjosas, tiernas, se muestran amigas. Miran, y no dicen nada.
Nieves no sabe aún qué hace en ese avión. Se supone que la lleva hacia alguna parte; quizá a casa de una hermana, o a la de alguna amiga que la espera en algún sitio. Eso son aviones: carcasas metálicas que te llevan hacia algún sitio. Miras en su interior y ves gente. Miras hacia el exterior y ves nubes. Nunca ha estado la Humanidad tan cerca de las nubes. O quizá sí.
De pequeña, su madre siempre le llamaba la atención: «¡Nieves, que estás en las nubes!». Y era tan cierto que ni siquiera escuchaba la voz de su madre. Nieves parecía ausente cuando le hablaban. Es más, parecía no existir. De niña tenía sus muñecas. De adolescente tenía sus libros. De mayor no tiene nada. Ni siquiera a su madre.
–¿Sabe usted por qué son tan pequeñas estas ventanillas? Si se produjese un accidente y se rompiera alguna de ellas, la tendencia de la gravedad empujaría nuestros cuerpos hacia el exterior. Por eso son tan pequeñas: para evitar que salgamos despedidos al vacío.
Nieves asiente con la cabeza en un gesto de tímido agradecimiento. En verdad no tiene nada que agradecer. El viejecillo que ha interrumpido sus profundos pensamientos, aburrido, pretende mantener un diálogo con ella; una de esas conversaciones de avión que incluye el precio del pasaje. Pero a ella no le apetece hablar.
Mira por la ventanilla. Se ve en ella. No le gusta lo que ve. La oscuridad en un túnel sin salida. El pasado, presente y futuro de Nieves… sin Nieves.
Recuerda que quiso ser actriz. «Lo que debes hacer es estudiar y dejarte de pamplinas», le decía su madre. Pero no lo hizo. Más tarde quiso ser escritora. Se pasaba las noches en vela, escribiendo poemas de amor que nadie publicó. Y cuando tenía veintidós años hizo sus pinitos en la radio. Pero se aburrió. «Yo quiero ser diferente –decía–, quiero hacer algo por lo que algún día se me recuerde». «Lo que debes hacer es buscarte un buen marido y servirle honestamente, como he hecho yo con tu padre desde que le conocí». Pero no quería ser como su madre. No, ella quería ser especial.
Mira por la ventana. Tiene cuarenta y dos años, un exmarido y millones de sueños incumplidos. No es especial y nadie la recuerda.
Quiso ser una mujer moderna: una mujer del siglo XX. No lo es. No lo fue. No lo será. No lleva en su bolso Coco Chanel, ni entradas para la ópera, ni preservativos. Lo que sí lleva en su bolso es su caja de antidepresivos: le acompañan desde que cumplió los veinticinco. Nieves y sus antidepresivos… ¿Qué sería ahora de ella sin ellos? Nada. Con ellos, tampoco.
Dejó escapar los pocos pretendientes que tuvo. Tuvo pocos, muy pocos. A unos los ahuyentó ella. A otros no hizo falta.
Deambuló por las calles con el pelo corto y teñido de rubio. Pretendió pavos reales y encontró tristes búhos de la noche que, como a ella, no deseaba nadie. Soñó con príncipes azules y dio con mecánicos en paro. Suspiró por un hueco en la gloria y acabó en la cocina de una hamburguesería. Coleccionó recortes de artistas que ocuparon el álbum de fotos de una vida propia inexistente. Se casaría con un galán de cine, se casó con un vendedor de zapatos que la abandonó al año de sufrido matrimonio.
Se sentía sola. Empezó a pintar. Pintó cuadros oscuros; los colgó en las paredes de su casa. Eran cuadros deprimentes. Los fármacos antidepresivos no mitigaban el efecto de sus cuadros.
Odió a su madre hasta que murió. Cuando ya no estaba, sintió la necesidad de hablar con ella por primera vez, contarle sus problemas, llorar, acoger sus caricias. Se sintió triste una vez más. Descolgó los cuadros de las paredes, tomó el doble de antidepresivos, se buscó otro hombre. Nada de eso le devolvió a la realidad. Su amante se aburrió de ella, de sus cuadros, de sus ausencias mentales.
Sus amigas encontraron un novio, se casaron, tuvieron niños, viven felices.
¡Despierta, Nieves, que estás en las nubes!
Tiene cuarenta y dos. Ha dejado una casa llena de tristes recuerdos. De cuadros. De poemas. De recortes de estrellas de cine.
Vuela en avión y toma antidepresivos y no tiene ganas de demasiadas cosas. Mira por pequeñas ventanillas que delimitan la realidad de un mundo de sueños.
Se duerme.
Cuando despierta, tarda en darse cuenta de que aún está en el avión. Está sola, como siempre. Se vuelve hacia un lado. Ve a un señor elegante con su esposa y su hija. Parecen felices. El viejo ha aprovechado un asiento libre y se ha sentado junto a un joven estudiante. Le está contando por qué las ventanillas de los aviones son tan pequeñas.
Nieves mira hacia la ventanilla. Ya no hay nubes. El avión empieza a perder altura, preparándose para aterrizar. Abajo le espera una ciudad. Le esperan más proyectos. Le espera una nueva vida que a buen seguro no será nueva.
Cierra los ojos durante unos segundos. Pide al cielo que cuando los abra el avión siga en las alturas, y ella mire por la ventanilla y no encuentre más que nubes. Pide eso, y que ese vuelo no acabe jamás.
De nuevo abre los ojos. Gira la cabeza hacia todos los lados, y lo único que atisba es el vacío.
El avión acaricia suavemente la pista de aterrizaje, y los pasajeros, felices, aplauden.
El relato “Vuela”, de Francisco Rodríguez Criado, ganó el primer premio en el XIX Certamen Literario San Isidoro, de Sevilla, Universidad de Extremadura (2000). Forma parte del libro Sopa de pescado, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2001.
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