Ese era su destino: luchar. Venía haciéndolo desde su primer día de vida. Con suerte, sí, pero a la vez con esfuerzo y sufrimiento. Y ahora estaba de nuevo en una situación límite. Viejo, cansado y ojeroso, se creía en el deber de seguir luchando. Por su vida y por la de su pueblo. ¿Pero de dónde sacaría las fuerzas? El pelo de su cabello y de su larga barba raleaban; la piel de su rostro era un pergamino pedregoso; por sus piernas, rígidas como estacas de juncos, ya no circulaba la sangre; y por si fuera poco su humor se había agriado durante esta larga travesía por el desierto.
¿Por qué el ser humano siempre ha de estar enfrentado a otro ser humano?, se preguntó. Siempre había sido así, desde los tiempos de Adán y Eva. ¿Pero por qué? ¿Es que él no tenía derecho a descansar? ¿Por qué la Historia siempre acudía a él cuando pretendía escribir otra página memorable? ¿Acaso no había líderes jóvenes sobre la faz de la tierra?
No era más que un hombre. Un hombre y nada más. Un hombre cegado por el sol y la adversidad, sin fuerzas ni deseos ni lozanía. Solo un hombre. Era una figura en declive que esperaba el relevo, retirarse del mundo, morir en el anonimato. Quería arrojar la toalla, decir “Nos han vencido”, “Sálvese quien pueda”, “Hemos sido elegidos para sufrir”. No pudo. Al girar la mirada hacia su afligido pueblo, al caudillo se le encogió el corazón una vez más. “No solo soy esclavo de una monarquía injusta, sino que además soy esclavo de la insaciable Historia”, se lamentó.
Pero como ocurre tantas veces, el hastío dio paso a una idea imaginativa, y el hombre no tardó en ponerla en práctica. Sacando fuerzas de flaqueza, extendió su vara sobre las aguas, sintiendo que sus brazos, sus piernas, todo su cuerpo todavía mantenía parte de la fuerza y del vigor de antaño. Y como premio a su decisión in extremis, las aguas del Mar Rojo se abrieron. Los hebreos a su cargo, abrumados pero exultantes, avanzaron hacia la libertad pisando un suelo firme sembrado de cadáveres de peces. El anciano sonrió. Acto seguido, miró hacia atrás, tensó el rictus y bajó las manos con el mismo tesón con el que las había subido momentos antes. Los soldados egipcios, sus enemigos, se vieron envueltos por las aguas sabias, que ahora se cerraban otra vez.
Así es como el anciano saldaba cuentas con la Historia de nuevo.
Y por primera vez en decenios, sonrió. Tenía motivos. Su gesta salvífica había sido una sorpresa para todos: para él mismo y para los hijos de Israel, pero también para el propio Dios, que desde el estallido del Big Bang había dejado de creer en los milagros.
Francisco Rodríguez Criado
El relato «Esclavos de la historia» forma parte del libro Los zapatos de Knut Hamsun (De la Luna Libros, Mérida, 2017).
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